La Hoja Rota.
Hoy por la mañana un respetable notario protagonizó frente a mí un
acto aparentemente baladí y que yo con frecuencia realizo. Se trata de romper
un papel escrito.
El letrado preguntó al funcionario
del juzgado si podría romperlo, en vista de que ya se estaba procesando una
corrección del texto, previamente escrito, en la computadora.
El secretario asintió, moviendo la
cabeza, e inmediatamente el notario partió en dos el pliego, juntó los trozos y
los partió de nuevo y así, hasta que quedaron dieciséis pequeños trozos de
papel.
El papel no contenía firma alguna.
Tampoco había sido manuscrito. Sólo era una impresión de computadora y, por
tanto, totalmente anodina; en el sentido de no poder atribuir a nadie su
autoría.
Al observarlo quedé extrañamente sorprendido.
Cuando el notario rompía aquél
pedazo de papel, noté en su rostro una expresión hostil, definitiva. Como si
con la destrucción del folio estuviese vengando una afrenta a su honor o a su
persona.
Entonces me di cuenta de que estaba
siendo testigo de un acto irremediable, irremisible, como la ejecución de un
sentenciado a muerte. Si la sentencia fue injusta o equivocada, no hay nada que
hacer.
Así de definitivos son muchos
pequeños actos de nuestra vida y; sin embargo, no nos damos cuenta o no
queremos darnos cuenta de ello.
Cada vez que tomamos una decisión,
estamos cancelando las demás posibilidades. Es como si rompiésemos el boleto
para entrar a aquellas puertas que ya decidimos no abrir. Siempre me ha llamado
la atención el símil del árbol de las decisiones. Una vez que escogemos una
rama, se presentan dos o más nuevas ramificaciones por las que transitar.
Nuevas opciones que tomar e, irremisiblemente, otras opciones que cancelar.
Hay cosas en la vida que hacemos con
gusto, como entrando a una fiesta. Hay otras que nos causan repulsión, asco.
Cosas que hacemos rápido para librarnos de esa carga. Inclusive volteando la
cara, como el protagonista de este relato.
La próxima vez que rompas un pedazo de papel, observa
con detenimiento la acción. Quizá en la fractura se pueda entrever un indicio
de nuestra propia fugacidad.
Gonzalo X. Villava Alberú.